EL CONCILIO
“Cuando era de día, se juntaron los ancianos del pueblo, los principales sacerdotes y los escribas, y le trajeron al concilio”.
Lucas 22:66
Se convocó inmediatamente al Concilio. Debido a que era fiesta estaban fácilmente disponibles, pero apenas se ponían de acuerdo. Circulaban rumores de que algunos simpatizaban con Jesús. Pese a todo, Caifás se sentía seguro. La mayoría de los setenta se alinearían con él. Sin embargo, Caifás no pudo llevar a cabo lo que quería. Él era una marioneta religiosa en las poderosas manos de Roma. Físicamente quedó demostrado cuando Roma construyó la Fortaleza Antonia al lado del Templo y levantándola aún más alta que éste. Todo para humillar a los judíos. De esta forma los soldados del Gobernador podían ver panorámicamente lo que sucedía en el Templo.
Y era él y ningún otro, quien podía condenar a Jesús, o con un movimiento de su mano resolver el juicio del Concilio. Pero a pesar de ello se necesitaba proceder al juicio. “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). En la mañana de ese viernes Jesús fue sentenciado por ellos. A pesar de que el falso testimonio no era coincidente en su conjunto, no importaba, lo determinante para ellos era que este hombre pretendía ser el Mesías. Y el Concilio estaba seguro de que no lo era.
Su ceguera era tan grande que los tres años de ministerio de Jesús no habían hecho mella en estos hombres. O más bien la impresión les hacía sentirse tremendamente miedosos de perder su poder. Todos le preguntaban: “¿…Eres tú el Hijo de Dios? Y Él les dijo: Vosotros decís que lo soy” (Lucas 22:70). Él lo afirmó, utilizó el nombre de Dios aplicándolo a Sí mismo. Se puso en pie en silencio, tranquilo, seguro y resuelto. El Concilio decidió condenarlo. Y dos de sus miembros, Nicodemo y José de Arimatea, permanecieron callados y avergonzados viendo lo que sucedía.
Ulf Ekman
ORACIÓN: Señor, cuando la injusticia grita, fanfarronea y condena, ayúdame a que con mi silencio no me convierta en cómplice. En el Nombre de Jesús ¡AMÉN!
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